Introducción
En algún momento, todos nos hacemos las mismas preguntas: ¿para qué estoy aquí? ¿Qué sentido tiene todo lo que hago? La búsqueda de propósito ha sido una constante desde los comienzos de la humanidad, y aunque las respuestas modernas suelen apuntar al éxito, la felicidad o el bienestar personal, miles de años atrás alguien ya se planteó este dilema con absoluta honestidad. Ese alguien fue Salomón, el hombre más sabio de su época, y lo dejó plasmado en un libro profundo y realista: Eclesiastés.
El vacío de todo esfuerzo humano (Eclesiastés 1)
Desde el inicio, Salomón reconoce una realidad incómoda: nada de lo que hacemos bajo el sol permanece para siempre. El ciclo de la naturaleza continúa, las generaciones van y vienen, y la humanidad parece condenada a repetir la misma rutina sin encontrar satisfacción definitiva.
“Vanidad de vanidades, dijo el Predicador; vanidad de vanidades, todo es vanidad” (Eclesiastés 1:2).
Este planteo no es un acto de desesperanza, sino una invitación a detenernos y observar cómo, aun alcanzando todo lo que el mundo considera éxito, el vacío interior persiste. Todo Es Vanidad: Lo Que Salomón Descubrió en su Búsqueda
La búsqueda infructuosa en los placeres y logros (Eclesiastés 2)
Salomón relata cómo intentó llenar su vida con todo tipo de experiencias: riquezas, fiestas, mujeres, obras de arte, construcciones y sabiduría. Sin embargo, nada le otorgó sentido duradero. Todo le pareció pasajero y sin valor cuando lo contempló desde la perspectiva de la eternidad.
“No negué a mis ojos ninguna cosa que desearan… pero vi que todo era vanidad y aflicción de espíritu” (Eclesiastés 2:10-11).
Esto refleja la experiencia de muchas personas hoy: se busca sentido en lo material, en las redes sociales, en títulos académicos o relaciones, sin entender que ninguna de esas cosas puede llenar el vacío espiritual que existe en el corazón humano.
Todo tiene su tiempo, pero no todo llena el alma (Eclesiastés 3)
El capítulo 3 es uno de los pasajes más citados de la Biblia por su belleza poética y su profundidad filosófica. Nos recuerda que la vida está llena de ciclos y que todo lo que sucede tiene un tiempo determinado.
“Todo tiene su tiempo, y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora” (Eclesiastés 3:1).
Sin embargo, después de enumerar los tiempos de la vida, Salomón vuelve a plantear que, aun así, el hombre no puede comprender plenamente la obra de Dios ni hallar satisfacción completa en este mundo. Reconoce que disfrutar de las cosas simples, como el trabajo y la comida, es un regalo divino, pero sólo cuando se vive en comunión con el Creador.
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Una verdad que no cambia (Eclesiastés 12:13)
Hacia el final del libro, después de relatar su experiencia y observaciones, Salomón concluye que el sentido de la vida se encuentra en Dios. No en el conocimiento humano, no en las riquezas ni en los logros.
“El fin de todo discurso oído es este: Teme a Dios, y guarda sus mandamientos; porque esto es el todo del hombre” (Eclesiastés 12:13).
Lo que parecía una serie de pensamientos pesimistas se transforma en un mensaje de esperanza: la vida tiene sentido cuando reconocemos a Dios como centro y guía de todo. Dios soñó una vida plena para vos
Conclusión
Eclesiastés no es un libro depresivo ni fatalista, sino una obra realista que nos hace mirar con sinceridad lo frágil y pasajero de la existencia humana. Nos enseña que, sin Dios, todo esfuerzo humano es vano y efímero, pero que con Él, incluso las cosas más simples —trabajar, disfrutar, amar, compartir— cobran un propósito eterno.
Hoy, en una época donde millones buscan desesperadamente llenar su vacío con cosas externas, este antiguo mensaje sigue vigente: la vida encuentra sentido cuando dejamos de correr detrás de lo pasajero y buscamos al Creador de la vida misma.
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